El guía de turismo me sonreía como si todo estuviese bien.
Antes de entrar nos obligaban a colocarnos una venda en el pecho, pero yo me la saqué. Nos explicaban, que no debía entrar ni un rayo de luz por esa zona, que eso arruinaría absolutamente todo el paseo. No me importó, quería conocer la ciudad igual.
Te permitían mirar pero sin detenerte, una mirada rápida, fugaz, sin procesar muchos detalles. Yo me quedaba un ratito más, contemplando las estructuras de cada edificio que nombraban en el altavoz, enamorándome de cada rincón con diseños que ya no se construyen.
Te permitían tocar, pero sin acariciar, sentir el tacto de una manera fría y monótona. De nuevo, no me importó y sin que me vieran jugué con este sentido hasta explotarlo.
La venda parecía ocultar muchos propósitos, lo noté en olores y sonidos que lograban asustarme, pero nunca dije nada porque nadie los notaba.
La flor que el guía nos regaló estaba casi podrida, pero todos estaban encantados con ese gesto, me limité a sonreír y aceptarla como si no apestara a algo en mal estado.
Lo más importante de esta visita fue la parte de la desgustación. Al momentos de servirnos la comida típica de la ciudad, muy pintoresca y apetitosa, nos dieron instrucciones especiales y requeridas para el momento de la in-gesta. Instrucciones que, nos remarcaron, habría que seguir sí o sí, porque entonces todos los paseos que hicimos habrían perdido el sentido.
Yo empecé rompiendo las reglas, no me haría mal romper algunas más. No seguí las instrucciones y saboree la comida como si fuera la más rica que había comido. De hecho, sentí como si hubiese sido una de las mejores. La terminé, dejé mi plato vacío. Miré a mi alrededor y todos parecían estar satisfechos, absolutamente todos. La salsa picante me había quemado la lengua, no entendí por qué era la única que deseaba repetir, aún necesitando bomberos en mi boca.
Me acerqué al guía y le pregunté si podía servirme un poco más, me miró extrañado y me preguntó si había seguido las instrucciones. El que calla otorga. Entendió que había hecho todo mal. Noté como su mirada cambió como si mirase a un perro herido, sentí que su lástima se había disfrazado de amabilidad. Un poco asustado, pero sin involucrarse demasiado, me sugirió salir de la ciudad fuera del grupo, y que sería mejor que pase por enfermería antes de partir, y pedir curitas extras, un kit.